El infierno de nosotros

El Papa reconoció, hace un par de años, que el Infierno es solo un estado del alma. Pero yo, que miro por la ventana todo el día, pienso en cómo será hoy, 4000 años después de su invención, el horrible mundo de los muertos. El primer piso, me digo, tiene que ser la sala de espera de un consultorio odontológico: es ahí en donde los hombres sin fe –que cuando llega la cuenta preguntan "¿quién pidió jugo de mandarina?"- esperan el regreso de la eternidad mientras alternan la lectura de revistas de farándula con un diálogo sordo sobre el sentido de la vida. El segundo piso es una sala de cine pornográfico: frente a la pantalla, ante la imborrable imagen de comerciales de pañales y crema para la picazón de la colita, son castigados para siempre aquellos que comenzaron su vida sexual, con la chequera de sus padres, en los finísimos prostíbulos de la misma cuadra de su colegio.

El tercer piso es una pálida y melindrosa clínica privada: ahí, sometidos por siempre y para siempre a las dietas, los aeróbicos y las bicicletas estáticas, están los médicos que no responden las preguntas, los cirujanos que no reciben a los accidentados de estratos inferiores en las camillas de la sala de urgencias, las enfermeras que no se ríen de los chistes de los enfermos terminales. El cuarto piso, un banco brillante y moderno, es la casa de los economistas, los prestamistas y los dueños de vastos monopolios: se encuentran sometidos a hacer, por toda la eternidad, y a pesar de los robos y las fallas técnicas en el sistema de computación de la sucursal, una fila que gira sobre sí misma y conduce a una pequeñísima caja en la que un tipo ciego les entrega los pedazos rotos de los billetes que acumularon en la vida.

El quinto nivel, un salón de clases con un sistema de calefacción insoportable y un imborrable olor a tiza, alberga a las asociaciones de padres de familia y a los ácidos e histéricos profesores de Crítica Literaria, Química y Macroeconomía: ahí son sometidos a castigos tan humillantes como los de calentar narices, llevar las orejas del burro frente a todos los demás o hacer improvisaciones frente al grupo por siempre y para siempre. De vez en cuando, pienso, son golpeados con una regla de madera y obligados a cargar un par de ladrillos en cada mano. El sexto piso es, según creo, un teatro de danza moderna: los seres más cínicos del mundo, los políticos dedicados a "trabajar por los demás" y los comentaristas de fútbol que se hacen llamar "profesor",  son obligados a presenciar, una y mil veces, la coreografía de los más atroces actos humanos (mutilaciones, torturas, violaciones) para poner, por fin, los pies sobre la tierra. Puede tardar toda la vida. 

En los pisos séptimo y octavo, un noticiero de televisión de dos niveles, están los seres más peligrosos y violentos del mundo: los mediocres, los aduladores, las modelos en paz con la naturaleza, los escritores de superación personal, los patrones que mandan a matar, los empleados públicos que viven bien, los reporteros que le preguntan a las víctimas de la tragedia cómo se sienten sin padres, sin hijos, sin cabeza, y todos, todos juntos, son obligados a editar la terrible historia de este mundo para oírla en la voz de una de esas aparatosas presentadoras que hablan en ese castellano que se engendra en Miami. En la última planta, que es un inmenso círculo de pavimento plagado de minas quiebrapatas, están los  amigos que cambian de amigos, los delatores de las oficinas y los envidiosos que no les piden a todos su humilde perdón. Sí, ahí van: dan vueltas, sobre patines de una talla menor, mientras se acaba el mundo. Entienden qué quiere decir el Papa cuando habla de "estados del alma". Y por eso gritan.