S. O. S.

No sé bien si todavía se puede opinar. No estoy muy enterado de esas cosas. En realidad no tengo claro si los dueños de las mayorías han permitido alguna vez los desacuerdos. Pero me pregunto –porque apago el canal de televisión del Congreso más o menos a las tres de la mañana- si ya fue expedida en Colombia la ley que nos prohíbe decir lo que pensamos. ¿Ha llegado ya aquel futuro represivo que las grandes obras de la ciencia ficción, Un mundo feliz, 1984, Fahrenheit 451, presagiaron en los peores momentos del siglo pasado?, ¿será cierto, como dicen los especialistas en el género, que el porvenir apocalíptico de aquellas obras es un presente disfrazado, el S. O. S. de las minorías, una ingeniosa forma de decirnos que el mundo exterior nos ha ganado la batalla?, ¿los gobiernos de hoy han conseguido disuadirnos de tener sentimientos, los libros se han convertido –porque todos dicen "no" en el fondo- en aliados de los terroristas, no nos queda otra salida, pues, que ser felices?

No, no sé bien si aún podemos opinar. Pero mi teoría es que no tiene sentido hacerlo, en cualquier caso, pues ya han llegado al poder los hombres que opinaban. Y siguen opinando por nosotros. ¿Se acuerdan de esos personajes que se reunían en pequeños cafés a decir "aquí todo el mundo es corrupto y politiquero", les suenan esas señoras con caras de señores que insistían en que "acá lo que hace falta es mano dura", recuerdan a esos cuarentones bronceados que gritaban "nosotros los jóvenes no queremos más de lo mismo"? Pues bien, son ellos los que ahora nos gobiernan. No, los políticos ya no lo hacen. Los políticos eran esos señores que pensaban antes de hablar. Esos que se preguntaban "¿qué sentido tiene?", "¿cómo debe hacerse?" y "¿qué pasara después?" antes de tomar sus decisiones. Esos que sospechaban que las palabras eran actos en verdad.

Sí, estos son otros. Estos son los gerentes que se cansaron de opinar, que no quieren ideas sino hechos, que no piensan en razones de ser, en métodos o en consecuencias, sino, solamente, en hacer lo que se debe hacer. Usted mismo puede verlos. Son presidentes que llaman a las emisoras a quejarse, funcionarios frenteros que no entienden cómo unas cuantas torturas pueden empañar una trabajosa labor de pacificación (el dicho popular es "no se puede hacer tortillas sin romper algunos huevos"), diplomáticos que lanzan groserías en importantes actos públicos, en fin, celebridades súbitas, dioses menores, seres humanos como usted y como yo, coterráneos (en todas las ciudades, en todos los países) que se salen de sus casillas cuando alguien les lleva la contraria, que encogen los hombros cuando cometen errores y cambian de ideas en la mitad del juego.

¿Puede un gobernante decir lo primero que le viene a la cabeza?, ¿es desleal la gente que protesta por la calle?, ¿era a esto a lo que queríamos llegar?

No sé, no estoy muy enterado de esas cosas. Sé, acaso, que debemos resignarnos. Porque, si uno lo piensa con calma, opinar sobre lo que está ocurriendo siempre ha sido imposible. Sabemos bien qué está pasando, claro, los medios nos invaden de lunes a domingo, pero nos enteramos demasiado tarde de por qué ocurre lo que ocurre, de quién está detrás de todo, de a quién le conviene este desastre, cuando la única condena posible es una triste frase de desaprobación. Si queremos noticias, pues, leamos el Hace 25 años del periódico. Y escribamos, mientras tanto, relatos de ciencia ficción: veremos, en ellos, este futuro en el que vivimos encerrados en nuestras casas, obligados a aplaudir bodas de príncipes viejos, forzados a ver reality shows protagonizados por tontos de sobra, condenados a llevar un reloj que no mide el tiempo sino la popularidad de nuestros actos.