Salud

Es mi deber ponerlos al día. Han pasado muchas cosas en estas semanas. La economía se desplomó. Hubo despidos masivos en los imperios del primer mundo. Barack Obama, candidato a la presidencia de los Estados Unidos, arriesgó su elección reconociendo que había que “repartir la riqueza”. Llegó a las tiendas Sicko, el brillante documental de Michael Moore que denuncia los horrores del sistema de salud gringo, a preguntarnos por qué no somos solidarios. El padrino fue elegida la mejor película de la historia. Los Soprano fue declarada la mejor serie de televisión. El Cardenal Rubiano dijo por fin algo sensato: “no conviene una tercera reelección de Uribe Vélez”. Y el Presidente de Colombia apareció en un puente de Cali como un loco, con un megáfono en la mano, convencido de que nada de raro tenía gritarle “¡no me griten marica!”, “¡no me griten paraco!” a una multitud que reclamaba un lugar para vivir en este país a punto de estallar.

 

Yo lo vi con los ojos con los que escribo. Un especialista se atrevió a sugerir que ha llegado el momento de encerrar al mandatario en algún sitio de reposo de máxima seguridad. Y nadie se atrevió a agregar una palabra.

 

Pero vamos por partes. Todo lo que ha ocurrido en estas semanas ha probado lo obvio. Pero lo obvio es, se sabe, un horizonte que se aleja.

Cicerón dijo: “el dinero es el nervio de la guerra”. Sófocles agregó: “no hay nada más desmoralizador que el dinero”. Jonathan Swift concluyó: “un hombre sabio tiene el dinero en la cabeza pero no en el corazón”. Hemos sabido desde el principio, mejor dicho, que la plata es un pretexto para corromperse, trastornarse, empobrecerse. Pero nos seguirá costando más de la cuenta entender que la culpa no la tiene el pobre capital (que no es el capital la droga que embrutece) sino nuestro empeño en que los demás no lo tengan. No digo que el capitalismo sea malo: creo que es realista, de hecho, porque es el sistema que más se parece a la ley de la selva. Sólo digo que es inteligente repartir la riqueza, nunca ganar demasiado, porque no existe otra manera de construir sociedades capaces de responder creativamente a lo que les ocurre: sociedades que no se vean forzadas a estallar cada diez días y en las que el resentimiento no sea otra necesidad sino otro lujo.

Michael Moore persigue esa conclusión en Sicko. Después de asomarse a un sistema de salud costoso, inoperante, criminal, que a diario enriquece a unos pocos a costa de miles de vidas, que les da la espalda a los enfermos, que sólo les sirve, en suma, a aquellos que no lo necesitan (ese sistema que la ley 100, propuesta por el senador Uribe Vélez, copió punto por punto para Colombia), llega a la conclusión de que su país está muy lejos de tener un gobierno solidariamente capitalista, como el de Inglaterra o Francia o Canadá, que se la juegue toda, por ejemplo, por garantizarles el derecho a la salud a todos sus gobernados. ¿Por qué? El británico Tony Benn, parlamentario socialista, da en la clave del asunto frente a las cámaras de Moore. “Creo que hay dos maneras de controlar a la gente”, dice. “Primero, llenarla de miedo, y, segundo, desmoralizarla”. Es obvio, agrega, que “si podemos encontrar dinero para matar a las personas, podemos encontrar dinero para ayudar a las personas”, pero es evidente, también, que “una sociedad educada, saludable y pudiente es mucho más difícil de gobernar”.

Creo que El padrino y Los Soprano son tan importantes en la historia de los relatos audiovisuales porque, aparte de ser impecables puestas en escena, describen estas sociedades como son: territorios sin oportunidades, sitios del “sálvese quien pueda”, que se ven obligados a gobernarse, a impartirse justicia, a crearse bienestares a espaldas de aquellos gobiernos nefastos. Pongamos un ejemplo: Colombia. El Presidente de la República recobrará su salud mental en alguna finca, si le hace caso, en eso de irse a descansar, al representante de Dios en el país, pero sólo él podrá hacerlo porque lleva el dinero en el corazón, porque ni su prepagada ni el país han querido encontrarle preexistencias. Sí, quizás unos cuantos más, aparte de él, puedan recobrarse de estos años. Nosotros mientras tanto, entre el miedo y la desmoralización, nos moleremos a palabras para evitarnos infartos que nadie va a cuidarnos sin cobrarnos. Nos pondremos al día cada vez que los nervios nos lo permitan. Y, ocupados en sobrevivir, seguiremos por esta vía sin salida. A no ser que nos pongamos de acuerdo en devolvernos.