Un día en la peluquería

Los peluqueros son como los dentistas, pero nobles. Tienen la bata impecable, los envidiables instrumentos de trabajo y la vocación que resulta difícil de entender, sí, pero no disfrutan con la sangre, no lanzan sonrisas diabólicas mientras trabajan y no emiten sentencias implacables sobre nuestro futuro. Sus tijeras producen un pequeño sonido, hecho de jotas y de eses, y no ese ronroneo aterrador que viene de las máquinas odontológicas. No son inquisidores que torturan y sermonean, como los ortodoncistas, sino bondadosos padres confesores que asienten, se ponen en nuestros zapatos y nos preguntan qué opinamos de las últimas noticias.

Sí, son los seres de mejor sentido del humor, los espíritus más elevados, los analistas más lúcidos de la sociedad, pero llegar a ello no fue fácil. Los primeros, en el antiguo Egipto, descubrieron la gena, afeitaron las cabezas del pueblo y le pusieron pelucas, peinados y postizos a los sacerdotes y las castas superiores; los siguientes, esclavos de Grecia, diferenciaron los peinados de las mujeres de los de los hombres, elevaron el oficio a la categoría de arte y crearon mechones alrededor de la frente; sus sucesores, los especialistas romanos, complacieron los caprichos de las mujeres que querían ser rubias, como las prisioneras del Imperio, y tejieron las primeras trenzas de la historia.

Los peluqueros se unieron, como gremio, en la Edad Media: el cristianismo sugería la sencillez a sus pecaminosos discípulos –o, también, “disuadía a los violentos”- y las mujeres, como las princesas de los cuadros y los ciclistas de los ochenta, se limitaban a peinarse por la mitad y a hacerse un par de trenzas gruesas. El Renacimiento inspiró una serie de peinados extravagantes –adornados con joyas, flores, mallas, frutas, plumas- que más temprano que tarde se convirtieron en altísimas pelucas empolvadas, dignas de la mamá de Los Simpsons, y en complejos peinados del color de los talcos.

Las revoluciones del siglo XIX, que simplificaron las convenciones sociales y aceleraron el ritmo de la vida, engendraron los peinados sencillos e inventaron los amables peluqueros a domicilio, pero el siglo pasado, que transmitió en vivo y en directo sus guerras, su explosión demográfica y su costosa obsesión con la fama, le abrió paso a las peluquerías de barrio –o, también, “democratizó la moda”-, atizó la hoguera de las vanidades y puso en evidencia la dignidad, la honorabilidad, la tradición del oficio. Se supo, por ejemplo, que sólo se puede ser peluquero por vocación. Porque, como ocurre con todas las grandes vocaciones –pensemos en curas, enterradores, gastroenterólogos-, a uno le resulta increíble que alguien quiera ser un peluquero.

Pero aún hoy, cuando se entra a una peluquería, se siente que el profesional de los pelos sabe algo que uno no podría entender. Es algo muy importante que sólo él –y, bueno, el taxista: los oficios con espejos revelan el mundo- alcanza a notar: es el desfile de nuestras vanidades, la parada de nuestras depresiones, la marcha de nuestro desgaste. No, ellos no dicen nada: ellos guardan el secreto. Ven a aquellos señores climatéricos que por unos minutos, mientras una mujer arrodillada les hace las uñas de las manos, se sienten reyes del Imperio Austrohúngaro. Pintan canas y salvan autoestimas sin llevarse el crédito por nada. Nos peluquean así nos estemos quedando calvos: no serían capaces de reírse de nuestros débiles folículos pilosos.

Quien pasa un día en la peluquería, pasa un día en el mundo: eso es. Y quien pasa todos los días ahí, frente a ese espejo, descubre que somos iguales. También lo saben los dentistas, claro, pero ellos están muy ocupados. Y no podrían oír nuestro monólogo.