DMG

“Al colombiano le gusta la plata fácil”. “Tenemos que deshacernos de esta cultura mafiosa”. “La gente es tan ambiciosa que prefiere meter los ahorros en una pirámide”. “Eso les pasa por idiotas”. “Eso les pasa por tramposos”. “Cada quién se labra su propia suerte”. Se cumplen seis meses, ya, de sentencias de semejante calibre: frases destempladas como las tizas que se que parten en un pizarrón o las uñas que se liman en una sala de espera. Yo he tratado de entender, todo este tiempo, por qué esos pensamientos en voz alta me enervan tanto como los comentarios del Papa sobre el condón o la propuesta de convertir la seguridad democrática en una política de estado. Y ya sé. Ya sé por qué. Porque son oraciones que sólo tienen predicado. Porque son mentiras. ¿Qué puede importarle a Dios que un pobre cristiano se ponga un preservativo? ¿No está clara en la Constitución Política de Colombia que el estado debe garantizar la seguridad de los ciudadanos? ¿No nos encantaría a todos ganarnos la plata del mes sin perder todas las fuerzas en el proceso?

Yo digo lo que he visto. La gran mayoría de la gente de acá, esa gente que, según el DANE, cada vez se siente “menos pobre”, trabaja de lunes a domingo desde las siete de la mañana con una resignación de esclavos que sólo podría entender aquel pueblo ruso que pasó del régimen zarista a la dictadura comunista (está narrado en Doctor Zhivago) poniéndole buena cara al destino. La gran mayoría de la gente de acá, que trabaja el doble para doblar un salario mínimo que a los desalmados aquellos les parece “excesivo”, se ha acostumbrado a vivir de lo que se gana trabajando. La gran mayoría de la gente, que hace lo mejor que puede para no quitarle nada a nadie, sueña con ganarse la lotería para no partirse el alma más después de siglos de partírsela. Querría tener más de lo que tiene. Quién no. Querría, como los millonarios de todo el planeta que invierten en pirámides sofisticadas, como los yuppies que invierten en la bolsa, que “su dinero trabajara por ellos”. Pero sabe que es esperar demasiado de esta era de la historia.

Ya ha dado por sentado que se levantará a las seis de la mañana desde aquí hasta que se muera. Ya ha aceptado que la gracia de vivir es cuidar a dos o tres personas. Sospecha que tendría menos miedo, que todo sería más fácil, si los de la punta de la pirámide no costaran tanto, pero no tiene tiempo ya para rencores.

Es el momento de pedirle perdón. Que se reivindique a ese “colombiano” que siempre es acusado de tramposo ahora que se publican en las revistas las cifras gigantescas que han perdido los magnates en la crisis, ahora que sale a la luz que la bendita crisis es, en verdad, el descalabro de los millonarios que quisieron tener más billones de la cuenta. Que se acepte que hay un paso muy grande entre querer “la plata fácil” y dedicarse a los negocios ilícitos. Que se reconozca que el que es ambicioso no es el pobre personaje que nació en este país sino el pobre personaje que nació en este mundo. Que no se hable en abstracto de “la gente que usa condón” ni de “la seguridad” ni de “los colombianos” como si fueran cosas de otro mundo. Que no se cargue de maldad ni de idiotez el gesto de querer salir de pobre. Y que se entienda que los verdaderos villanos son esas figuras públicas (Dios: ahora resulta que alcanzaron su ingenuidad en edad de perecer) a las que no les pareció raro que les pagaran con esos fajos acomodados en maletines que uno sólo ve en las películas.

Así fue. Todos, desde los pequeños ahorradores que alaban a DMG como a una iglesia cristiana hasta los trabajadores de la televisión que grabaron programas invisibles durante meses en el fantasmal Body Channel, sospecharían que no podía haber nada tan bueno. Pero, ya que ni el gobierno ni los bancos les concedió alguna vez el derecho de ahorrar, ya que ni el gobierno ni los bancos habían hecho nada para ganarse su lealtad, se hicieron en masa los pendejos. Todos, en especial los abogados prestigiosos que jugaron a blindar el negocio, los gerentes de ciertos escandalizados medios de comunicación que vivieron de esa pauta, los políticos de vista gorda que nunca paran de ganar, deberían condenarse a sí mismos a la casa por cárcel. La palabra clave es “deberían”, claro, porque jamás va a suceder.

Supongo que a ninguna sociedad le es fácil decir un día “olvidemos este episodio: prometamos que no vamos a volver a vivir de pirámides raras” porque el mundo sigue siendo una pirámide, porque la hipocresía sigue haciéndonos la realidad más soportable, porque la simulación sigue siendo el pegamento de las democracias.