Liberen a Yidis

Libérenla ya, como a la triste ballena de la película, ahora que ha sido probado que confesó un delito que no cometió. El diligente señor procurador, un hombre tenso que aspira a contener su moral recalcitrante gracias a las tirantas de la ley, ha llegado a la conclusión de que nadie cometió con ella el “cohecho propio” por el que fue condenada a varios años de prisión. Que es algo imposible de concluir, por supuesto, porque para que haya un “cohecho” tiene que haber un “coautor”: está tanto en el código penal como en el diccionario. Piensen en un árbitro sobornado por nadie, en un curador urbano untado por la nada, en un policía de tránsito comprado por un carro vacío: es imposible. Como lo es que la senadora regordeta, que tampoco se hizo sola la liposucción, y tampoco se tomó ella misma, con una cámara automática, unas sofisticadas fotos sin ropa publicadas luego en SoHo, haya vendido su voto (ni más ni menos que el voto que permitió que el presidente fuera reelegido en 2006) por obra y gracia del espíritu santo.

Si hubiera sido así, si ningún ministro la hubiera corrompido lanzando carcajadas malévolas, si ningún demonio calvo le hubiera dicho al oído “te cambio tu voto por un par de puestos, reina rolliza”, si hubiera alcanzado la gloria de cometer un “cohecho propio” en solitario, entonces habría que rezarle.

Desde que la honorable virgen María empezó a sentirse pasada de kilos porque sí, porque Dios así lo quiso, no habría sucedido un milagro semejante.

El caso es que Yidis, manchada de aquí a la eternidad, cumplirá su condena con la esperanza de una oveja descarriada que hace méritos para volver al redil. Saldrá a la calle en un par de años. Le dedicarán tres párrafos, si mucho, en alguna esquina oscura del periódico. E irá desapareciendo poco a poco hasta alcanzar la gloria de los chistes viejos. 

Se perderá de vista, igual que siempre, la gravedad del asunto. Se sepultará la verdad. Y sólo quedará la lección de vida que nos ha dado el estado en pleno desde que la senadora robusta, todo un tipo de mujer que se pasea por nuestras calles, se atrevió a decir que no podía ser que todavía le estuvieran debiendo una parte de su voto. Quedará claro que desde que haya escándalos que nos sigan indignando, desde que aparezca por televisión un procurador que nos diga en voz alta “llevaremos esto hasta las últimas consecuencias”, desde que alguno de los involucrados termine en la cárcel, todos tendremos la sensación de que la historia ha terminado. De eso se trata gobernar: de lavarse las manos, de entregarles a los espectadores una señora a quien odiar, de cerrar, de manera espectacular, esas historias sensacionalistas que la gente sigue como telenovelas.

¿Y ahora que Yidis se sobornó sola? ¿Y ahora que ha quedado claro que se dejó comprar por el mejor postor pero que a la larga salió gratis? ¿Y ahora que ha quedado probado que estaba poseída por un espíritu maligno que la llevó, entre muchas cosas más, a acosar telefónicamente al hijo del presidente? ¿Y ahora que ya no puede ser el chivo expiatorio de nadie porque se ha demostrado hasta la saciedad que nada ocurrió? Ahora, si quisiéramos que fuera este un relato verosímil, habría que trasladarla de la cárcel al manicomio como hacía la policía de Los Ángeles (favor ver El sustituto) cuando alguien se le convertía en una piedra en el zapato. Porque si no está loca, si la aguafiestas Corte Suprema de Justicia obró bien el día que tomó la decisión de condenarla, entonces habría que pensar que la plana mayor de este gobierno interminable se ha salido con la suya de manera escalofriante, que el procurador de mirada fija se ha apresurado en su investigación expedita, que nos hemos acostumbrado a que la corte de “este señor” (como llamaba al presidente el sensato Julio Nieto Bernal) tenga carta blanca a la hora de resolver nuestro destino.

Y ya. Mejor no darle más vueltas al asunto. Ya estamos cansamos de pensar. Estamos ocupados en las cosas de todos los días. No podemos estar pendientes, todo el tiempo, del plomero que nos arregla el inodoro. Y hemos perdido la costumbre de seguir telenovelas que duren más de nueve meses.