El secuestro del doctor Espitia (2001)

La fábula empezó años y años antes, cuando sobre el silencio aparecieron los primeros traumas y las primeras cicatrices, pero nosotros sólo conoceremos un día. Ese. Camilo llegó del colegio a las cinco de la tarde. Estaba cansado y asoleado y soñaba con tomarse una Coca-Cola helada, quitarse los zapatos y ver la telenovela de las cuatro y media. Eran otros tiempos. Para comenzar, sólo tenía nueve años. Y en el colegio lo adoraban porque llegaba en un inmenso carro blindado y entraba al salón rodeado de escoltas. 

Se despidió de sus dos guardaespaldas y timbró en la puerta de su casa gigantesca y Magnolia, la contrahecha y peluda empleada del servicio, le abrió la puerta de inmediato. Se le acababa el aire. Camilo, por su lado, no lo podía creer. Sus papás y su tía favorita lo estaban esperando para darle la mala noticia: habían secuestrado al doctor Espitia. 

La puerta estaba abierta y el doctor, tan inquieto como siempre, había salido corriendo. La última vez que lo habían visto, saltaba, se balanceaba en los columpios y se revolcaba en la arenera del parque de la esquina. Después, como si jamás hubiera existido, como si el camión de la basura se hubiera llevado a los niños, las enfermeras, los dementes, los ancianos y las mascotas que jugaban en el pasto y recibían en la cara el más o menos contaminado aire de las tres y cuarto de la tarde, como si se hubiera terminado el juego para siempre, el doctor Espitia había desaparecido por completo. Le habían gritado con un altavoz, y por todo el barrio, “doctor Espitia, ¿dónde está?, doctor Espitia, vuelva a casa, mire que Camilo ya está a punto de llegar”, pero no, el pobrecito no daba señales de vida. No había nada más que pensar: era un secuestro.

-También podría ser que alguien se lo hubiera robado –dijo Magnolia-, ¿no mi doctora?, ¿no ve que la calle está llena de hediondos y vergajos?, ¿no dijeron ayer que la criminalidad ha aumentado en un doce punto cuatro por ciento?
-Es un secuestro y punto –dijo el papá de Camilo-, acaban de llamarnos a confirmarnos la noticia: quieren diez millones de dólares. 
-Pero ¿quién iba a secuestrar a un ser como el doctor Espitia? –dijo la tía favorita-, ¿de qué podría servirles?, ¿quién pensaría que alguien podría dar tanta plata por un bicho como ese?
-Cuando a mi papá lo secuestraron, nos pidieron mucha plata –le recordó Camilo, completamente destrozado-. Mi papá más bien lo que debería hacer es renunciar a ese trabajo: todos quieren secuestrarnos.
-¡Camilo! –exclamó la mamá-, ¡tú sabes que a tu papá no le gusta que le recuerden su secuestro!, ¡no te atrevas a comparar lo del doctor Espitia con lo que le pasó al pobre!
-Además eso no fue por plata, Milo –aclaró la tía-, lo confundieron con otro tipo, eso fue todo: buscaban a un Hernando Sarmiento Ángel que trabajaba en el mismo edificio, en el mismo piso que tu papá. Tu papá trató de explicarles a los hampones que el “Ángel” de él es con jota, pero no le creyeron.
-Ahora, Milo –intervino el papá-, eso que te acaba de contar tu tía Memé no es para que se lo digamos a nadie. Imagínate lo que pensará la gente si se entera de que estuve amarrado ocho meses a un árbol, orinando, cagando, sudando, eructando, anhelando a las mujeres, y todo para nada, todo por un error. Por ser sólo un homónimo.
-O sea, por tener el mismo nombre que otra persona –dijo la tía Memé-, no vayas a pensar nada malo de tu papá.
-Imagínate lo que pensarían –agregó el papá-: para empezar, que no tenemos tanta plata.
-Pero el señor está aquí para ayudarnos –dijo la mamá de Camilo mientras señalaba al detective, un hombre que parecía ocultar a otro debajo de la chaqueta brillante-: él dice que puede lograr su rescate sin necesidad de que demos un solo dólar, peso, yen, peseta, rublo, marco, franco, libra, libra esterlina, real, euro, rial, bolívar, o lo que sea que nos pidan estos señores.
-Me llamo Roberto Piedrahita –dijo el detective al niño cuando vio que tenía los ojos aguados y estaba a punto de salir corriendo hacia su cuarto-: trabajo con el gobierno, en una entidad adjunta al gobierno, y soy experto en solucionar este tipo de problemas. Son más comunes de lo que puedas imaginarte. Desde que la ONU se pronunció en contra del secuestro de seres humanos, y los países se fortalecieron con leyes virulentas, el secuestro de todo tipo de mascotas ha aumentado impresionantemente. Pero no te preocupes. Tus papás ya me han dado una foto del doctor Espitia y créeme que entiendo por qué le tienes tanto afecto. Uno ya no ve seres así por la calle. Eso sí: lo mejor que puedes hacer ahora es descansar, hacer tu vida normal y dejar en nuestras manos el problema.
-Pero el doctor Espitia es mío.
-Sí, pero tú no puedes hacer nada más aparte de esperar. Piensa que encontró por ahí algún charco y que debe estar saltando como un loco para volverse una miseria.
-Mi amor –dijo el papá de Camilo-, dale al niño uno de tus calmantes: está todo tembloroso. 
-Que me lleven a mí –lloró Camilo mientras su mamá se le abalanzaba para darle una pastilla y abrazarlo-, pero que dejen en paz al doctor Espitia. ¡No es justo, no es justo!: el doctor Espitia no le hacía nada malo a nadie. Que me lleven a mí, a mí, a mí.
-No sufras –dijo el detective Piedrahita, mientras el niño se tragaba, sin agua, la pastilla-, no sufras: te juro que vamos a encontrarlo. Por lo pronto, dele a su hijo el calmante, mi señora: si no, nos va a enloquecer con su tristeza. Vamos a esperar, calmados, sin afanes, la llamada de los hampones. Mientras tanto, nos vamos a mentalizar: el doctor Espitia no está. Sólo estamos nosotros. Y tenemos que estar muy, pero muy unidos.
-Lo mejor es que el niño se acueste –dijo el papá-, el pobre parece una estrella de rock que acaba de perder todo en un negocio en la bolsa.
-Sí, pobre mi Milo –dijo la tía Memé-, lo mejor es que te estés en tu cuarto un tiempito.
-Mi vida, ¿por qué no acuestas a Camilo? –le preguntó el papá a la mamá-, tú sabes que él solo se duerme cuando tú te le arrunchas al lado. Tú eres su narcótico. 

Camilo se fue de la sala con su mamá. Cualquiera diría que iban a lavar la loza. Su papá y su tía se quedaron con el detective, y con Magnolia, la empleada, en la sala de la inmensa casa. El detective Piedrahita, que había sido entrenado para eso, notó que algo pasaba entre esos dos, entre el señor de la casa y la hermana de la señora de la casa: trataban de ocultarlo de todas las maneras posibles, pero se buscaban con las piernas y con las manos, se rozaban. Así que, bien visto, la desaparición de la mascota, la terrible pérdida del doctor Espitia, no era el único, ni mucho menos el peor problema de la familia. 

Ahí, en el fondo de todo, había una pequeña deslealtad, o un acuerdo más allá de la civilización, o una relación muy cercana entre dos hermanas. ¿A qué mujeres había anhelado el papá de Camilo durante los ocho meses en que estuvo amarrado en un árbol?, ¿qué caras y qué cuerpos se le habían aparecido durante su secuestro? El detective lo sabía: sí, tendría que encontrar el doctor Espitia, su trabajo era resolver el misterio de su desaparición, pero, de paso, saldrían a flote los secretos y la ira contenida de todas esas personas. Si la vida de Camilo dependía de una mascota, si su seguridad se encontraba condicionada a la presencia del extraño ser, era porque algo no funcionaba bien por esos lados. 

-Pobre doctor Espitia –dijo el papá de Camilo-, ya está un poquito encorvado.
-Pero es que no han debido dejarle las puertas abiertas, y no han debido perderlo de vista por tanto tiempo –dijo la tía-, ¿cómo van a dejar a un bicho como él por ahí, solo, saltando al lado de perros y de gatos? Seguro que estaría muerto del susto. Esos bichos son melancólicos y taciturnos.
-No, y pedir diez millones de dólares, mi señora –dijo Magnolia-, eso es como seis mil meses de salario mínimo.
-Esa es una cosa que tenemos que ver –dijo el detective Piedrahita-, porque usted no tienen esa cantidad de plata, ¿cierto? Quiero decir: Julia Roberts se gana eso por filmar media película. Y hasta donde tengo entendido usted, doctor, no es precisamente un actor.
-No, no, yo trabajo en una empresa de televisión por cable, soy el presidente de una multinacional de televisión por cable que se llama RespeCable. De pronto la ha oído nombrar.
-No señor, nunca la había oído, pero supongo que le va muy bien en el mercado. Quiero decir: usted debe ganar un buen sueldo.
-Como sesenta y seis punto seis salarios mínimos al mes, –estimó Magnolia.
-Algo así –dijo el papá de Camilo ayudándose de sus dedos orgullosos.
-Pues sea lo que sea nosotros vamos a hablar en pesos –dijo el detective-: vamos a ofrecerles la misma plata, pero en pesos, a ver hasta dónde llegan esos desgraciados. Ah, y que nos manden pruebas de su existencia. Que gima, o que exhale, o que nos dejen en la cabina telefónica del parque algo que lo identifique. Una oreja, por ejemplo, que eso después se cose. 

Entonces sonó el teléfono. Camilo y su mamá aparecieron en la sala. Estaban despeinados y descompuestos, pero a nadie se le pasó nada malo por la cabeza porque habría que ser muy enfermo para sospechar algo malo de la relación entre un niño de nueve años y una mamá enfermiza y devota. El detective le hizo un gesto de afán a Camilo, que andaba dopado y sonriente, para que no contestara el teléfono. Y, con un movimiento de cabeza, le pidió al papá del niño que levantara el auricular. 

-Sí, soy yo –dijo el señor de la casa-: necesitamos negociar lo del dinero. Pues porque no tenemos esa clase de dinero. Mi oferta final, lo único que puedo ofrecerle, son diez millones, pero de pesos. El señor Espitia está viejo y ya se va a morir. Creo que es más que suficiente.
Camilo balanceó la cabeza de un lado al otro: esos calmantes de verdad le habían hecho efecto. Su papá levantaba el pulgar como diciendo que estaban aceptando sus condiciones, pero él quería impedir esa negociación, le aterraba que simplemente le dispararan a su mascota en la mitad de los ojitos, pero se sentía tan relajado, tan bien, tan en su mundo, que no estaba dispuesto a cambiar ese estado por ningún otro. Memé, fuera de sus casillas, estaba a punto de quitarle el teléfono a su amante.
-Que nos manden la corbata –le dijo al oído.
-Mándenos por lo menos la corbata –repitió el papá de Camilo.
-Que la dejen en la cabina de teléfonos de la esquina –dijo Piedrahita-, o bueno, en donde quieran. 
-Déjenla en algún sitio y nosotros vamos a buscarla –dijo el papá de Camilo-, en dos horas les tendremos su plata. 

Cuando colgaron, el detective entendió todo: los secuestradores no sabían nada de dinero, aparte de que existía y había que tenerlo. Les daba lo mismo diez millones de pesos que diez millones de dólares. 

No entendían la diferencia. Todo iba a estar bien, todo. Eso fue lo que le dijo a la familia: que no tenían de qué preocuparse. Camilo y su mamá, que parecía dopada como él, volvieron a sus aposentos. Memé y el papá de Camilo decidieron ir a fumarse un cigarrillo en el jardín, pero, gracias a la suspicacia de Magnolia el detective Piedrahita pudo comprobar, con sus propios ojos, qué querían decir con eso. 

-Esta gente tiene todos los nervios del mundo –dijo el detective.
-Es una familia muy rara –dijo Magnolia-: las familias son la causa número uno de los traumas de los seres humanos. Ochenta y cinco por ciento.
-Y la suya –preguntó el detective-, ¿la suya también es tan enredada?
-La mía me pidió la renuncia hace quince años –dijo Magnolia-: mi mamá decidió que no quería volverme a ver nunca más en la vida. ¿Y le digo una cosa? No es fácil vivir con eso, señor Piedrahita: con una mamá que, por las calles de la misma ciudad, anda pensando que uno es una mala hija.
-Mi familia es la mejor –dijo el detective-: dos murieron en un accidente y los otros viven en Washington. Como se imaginará, nos entendemos perfectamente. Y los cuñados no se enloquecen en los jardines. De hecho, no tenemos jardines.
-Estos dos siempre han sido así –dijo Magnolia-, si no estoy mal no se casaron porque la otra quedó embarazada primero.
-Dicho así suena como si hubiera sido un concurso.
-Y lo peor es que creo que lo era –afirmó Magnolia-: de cada diez relaciones sexuales, según los últimos datos de la Universidad de Stanford, nacen unos cuatro o cinco hijos. Mírelos, ¿creerán que nadie se da cuenta?, ¿no se darán cuenta de que la señora se la pasa dopada para no darse cuenta de lo que está pasando? Óiga, óiga, ahorita comienza a gritar “Memé, Memé”. Yo creo que lo que le más le gusta es el nombre. Y bueno: eso. 

El detective Piedrahita y Magnolia volvieron, después de un rato, a la sala. Ella, con su pierna más corta, con su barba de diez días, lo llevó a una ventana y le terminó de contar la horrible historia de su vida. Piedrahita sabía que la clave de eso era esperar y no preguntar demasiado. El secuestro de mascotas, según la ONU, es, más que todo, una venganza. El dinero, como estaba comprobado, era sólo parte del trámite. Lo que en realidad pretendía el secuestrador del doctor Espitia era estremecer al niño y a su familia. La experiencia enseñaba, pues, que lo mejor era no indagar demasiado. Podían aparecer, por el camino, enemigos que uno no se imaginaba.   

Una hora después, hacia las ocho de la noche, apareció la corbata. Un niño del barrio la había encontrado en una esquina y, porque era uno de los miles de fanáticos del doctor Espitia, que era un ser deforme pero muy divertido, se había animado a llevárselas a la casa. No era amigo de Camilo, porque Camilo era tan raro y tan confuso, pero sí quería al doctor. El detective Piedrahita, visiblemente conmovido, le dio unas palmaditas en la cabeza y le dijo que era un buen muchacho. El niño lo miró extrañado y se fue. Esa casa, se dijo, era aterradora. Llena de guardaespaldas, oscura, con tantos gritos y tantas discusiones sin sentido. Nadie quería acercarse a su fachada, nadie. En las familias normales, se bañaban de uno en uno y no había mascotas como el doctor Espitia.

-No, no es una familia normal –dijo Magnolia-: el cincuenta y tres por ciento de los secuestrados jamás se recuperan de un secuestro, y el señor, que vivió la peor de las experiencias, se la pasa como si nada. Yo creo que tiene bloqueado ese recuerdo.
-Ese cuento del secuestro sí que suena extraño –dijo Piedrahita-: ¿de verdad estuvo amarrado a un árbol durante ocho meses y todavía tiene tiempo para trabajar en RespeCable y, si me perdona la indiscreción, jugar con la hermana de la esposa? Eso no tiene ni pies ni cabeza.
-¿El doctor Espitia?
-No, no, la situación, ¿el doctor Espitia no tiene pies ni cabeza?
-Por supuesto que tiene, sino que hay gente que dice que es horrible: perdóneme, me quedé pensando en lo del secuestro.
-No tiene ni pies ni cabeza –repitió el detective.
-No, no los tiene –dijo Magnolia-, pero desde eso es que pasan todas estas cosas en esta casa: la familia se acabó cuando él volvió, barbado y flaco, del secuestro. Camilo al principio ni siquiera lo reconocía.
-Pero, ¿no fue el matrimonio mucho antes de lo del secuestro?, ¿y no hubo desde siempre una relación confusa entre esas hermanas y el doctor Hernando Sarmiento Ángel, con jota?
-Sí, es lo que le digo: el setenta y tres por ciento de las familias que se rompen, estaban rotas desde el comienzo. La señora y la señorita Memé fueron vecinas del señor Hernando desde que eran chiquitos, pero el papá de ellas se suicidó en la tina del baño de emergencia y él, como a los doce años, heredó una fortuna de sus papás adoptivos. ¿Y sabe qué es lo peor? Que, según dice la Universidad de Stanford, la mayoría de las familias tienen una historia por el estilo. En el noventa y cinco por ciento de las familias hay algún antecedente de locura.  

El detective le pidió a Magnolia, con cierto escalofrío, que lo disculpara por un momento y gritó, en el eco de las escaleras de la casa, que ya tenían la corbata, que el doctor Espitia estaba vivo. Pero no, nadie apareció. Era como si los cuatro personajes hubieran sido fantasmas y, de un momento para otro, hubieran regresado a su extraña dimensión. Claro, no era así, ni más faltaba: los guardaespaldas esperaban afuera y fumaban de verdad y no iban a ser tan estúpidos como para proteger la vida de algunos seres irreales. Los escoltas, al menos, tenían que saber que estaban dando su vida por gente que sí existía. 

No, la explicación estaba más que clara: era una familia que seguía junta por la ilimitada fuerza de la inercia. Habían sobrevivido juntos a unas tortuosas infancias en común, a la locura, a un secuestro, y después de eso no hallaban razones para separarse: ¿una infidelidad?, ¿una aberración?, ¿una adicción a los calmantes?, ¿otra amenaza de muerte? Nada de eso importaba. Nada era grave ni definitivo. Sabían que los problemas reales existían: que el secuestro, la mutilación, el cáncer, los infartos y la muerte estaban a la vuelta de la esquina y entendían, todos, que no había que hacerle caso a los problemas emocionales. No, esos nunca existían. Sólo los suecos tenían derecho a sufrir por un problema mental. Sí, ellos se suicidaban por un engaño, pero no, uno no. Uno seguía. 

-¿Cómo vamos? –dijo el papá de Camilo mientras bajaba por las escaleras-, ¿apareció alguien?
-La corbata –dijo el detective Piedrahita mirando extrañado a Magnolia-: sabemos que está vivo.
-¡El doctor Espitia está vivo! –gritó Memé-: ¡Milo, Milo!, ¡el doctor Espitia está vivo!
-Mi niño está sonriendo –dijo la mamá de Camilo cuando llegó a la sala-: mírenlo.
-Todo va a estar bien –dijo Memé abrazándose con su hermana.
-Sólo tenemos que esperar la próxima llamada.  

Cuando el doctor Espitia apareció, tres horas más tarde, todos estaban cansados y soñaban con irse a soñar. Entregaron el dinero a las nueve de la noche y los hampones, una hora más tarde, les dieron a la mascota. Fue conmovedor. Lo abrazaron y le dijeron que lo querían mucho y él, avergonzado, se dejó consentir. Camilo sintió que era el niño más afortunado del mundo. Y después se fueron todos a dormir. El doctor Espitia, viejo y arrugado, despidió al detective con una mirada desde la ventana mientras Magnolia le acariciaba la cabeza y pensaba que nueve personas de cada diez se volteaban a confirmar que esa casa existe cuando acaban de atravesar la puerta de salida. 

Lo que más le impresionó al detective de esa última escena, fue que el doctor Espitia no sonreía. El infeliz quería decir algo, pero no podía. Quizás, pensaba el detective, pensaba que esta vez tampoco había podido escapar, que la gente entraba y salía, pero que él siempre estaría adentro porque todas las familias necesitan un chivo expiatorio, un culpable, un enlace, un pretexto, una columna vertebral que se vaya consumiendo, con los años, por culpa de todos los rencores.