El diario de Lisa Lee (2000)

Todos, menos yo, ya lo sabían. Yo iba a llenar estadios y a firmar autógrafos el resto de mi vida. Iba a ser imitada por las adolescentes del mundo occidental y sí, modestia aparte, gran parte del oriental. La gente se enteraría de mis pasos y de mis gestos. ¡Qué responsabilidad! Me pedirían que los iluminara, que les dijera por dónde comenzar y para dónde ir, que sufriera las dichas y las frustraciones por ellos, antes que ellos. Sí, algunos se alimentarían de su propia envidia. Algunos serían capaces de acusarme de suplantaciones y de falsedad, pero como dice mi manager: "por cada ángel, vienen cien mil demonios".

Me llamo Wendy Lee, pero mis padres, Michael y Penélope Lee, que son mis mejores amigos en todo el ancho mundo, me cambiaron el nombre a Lisa cuando cumplí los cinco años. Ya casi no pienso en eso. Me gusta mi nombre. Lo amo. Como me encantaba oír a Cat Stevens, crecí bajo los acordes de Sad Lisa. Como tenía la mirada triste, y me pasaba las tardes tarareando la canción, mi papi había decidido que tenían, así, con mayúsculas, que cambiarme el nombre. Fue una operación fácil. Llamaron a George Winston, nuestro vecino el abogado, que en ese momento no tenía dónde caerse muerto, pero después, gracias a Michael, sería el abogado de las grandes estrellas, el mismo de Jennifer Aniston y Kelsey Grammer, y él se encargó de organizar todo en las oficinas de registros. Tardé un tiempo en acostumbrarme, pero más temprano que tarde comencé a voltearme cuando me gritaban el nuevo nombre en la calle. Hoy soy esa: Lisa Lee.

Pero llegar hasta aquí, amigos, no fue fácil. Si hubiera sabido que me esperaban tantas horas de ensayos y de ejercicios, si me hubieran dicho que yo y mi novio, Miguel, íbamos a tener que salir a comernos una pizza de anchoas con sombreros y gafas oscuras, para evitar las malévolas lentes de los paparazzis, seguro que me lo habría pensado dos veces. Cuando miro atrás, y veo todo lo que Dios me ha dado, todas las alegrías y todos los dolores, entiendo por qué me ha pasado lo que me ha pasado, pero no deja de ser, en conjunto, una experiencia que no recomendaría a cualquiera. Ver tus fotos desnuda en todas las páginas de Internet, pillarte una mañana supuestamente haciendo el amor en una playa, en plena primera plana del Los Angeles Readers, cuando sabes que sigues siendo virgen, no es una sensación que le desearía a nadie. Ni siquiera a Christina Aguilera. No, mentiras. Es broma. Christina y yo, creo, somos, a pesar de que quieran enfrentarnos, muy buenas amigas.

Yo nací el 17 de febrero de 1985 en North Palm Springs, en California, en una casita en Desert Hot Springs, pero como Michael, mi papi, quería ser alguien y no vivir quejándose del calor y del trabajo duro, nos mudamos, cuando cumplí los nueve meses, en diciembre, a Santa Mónica, en Los Ángeles, muy cerca de Sunset Boulevard. Los fines de semanas íbamos a Playa del Rey, en Lennox, y nos quedábamos por ahí todo el día. Nos divertíamos. Yo tenía un año y medio pero ya cantaba y bailaba enfrente de mis padres y sus amigos. Me acuerdo de ver a Michael pensativo, preocupado. Ni siquiera el amor de mi mamá, Penélope, lograba calmarlo. Venía a mi cuarto, a las diez de la noche y se arrodillaba junto a mi cama y me pedía, como si yo fuera un ángel, que lo protegiera, que le ayudara a que la vida le saliera mejor. Él tenía algún talento, lo sabía. Era sólo que no había podido identificarlo.

Ponía en mi grabadora amarilla una canción de los Beatles, Getting Better, y comenzaba a cantármela al oído. Y entonces llegaba mi mami y lo abrazaba muy fuerte. Creo que estaban mal de dinero. En Los Ángeles todos los taxistas y todas las empleadas, chicanas o no, tienen un guión debajo del brazo y dicen que algún día lo lograrán, y el guión de mi papi, que no iba a ser una excepción y que en ese momento se titulaba How to Robe a Bank in L.A. and then Go On With Your Life Like Nothing Had Happen, había sido rechazado, durante la misma semana, en la recepción de la Paramount y la Touchstone. Así que los dos comenzaban a dudar de su talento. Y esperaban un milagro. Un encuentro con Jerry Bruckheimer o Don Simpson. Un choque, en un centro comercial, con Mike Ovitz.

Y el milagro, como cuenta Michael cada vez que se lo pedimos, apareció tres años después, justo cuando él, que rescribía su libreto y trabajaba en un taller de carros dirigido por Don Julio Amórtegui, un tipo duro nacido en Guanajuato, había pensado, en el borde de sus nervios, que lo mejor era que nos suicidáramos los tres. No tengo hermanos, jamás tuve. Penélope había sido la hermana menor de una familia inmensa y estaba convencida de que no había nada peor en el mundo que tener un hermano. Todas las noches me leía, en su Biblia de Gideon forrada en cuero rojo, la historia de Caín y Abel.

Michael compró una pistola y le comunicó su decisión a Penélope. Y ella, que es una mujer fuerte, tal vez porque tiene antepasados griegos o romanos, nunca me acuerdo, le dijo "Michael, bebé, vete al desierto y encuéntrate contigo mismo: la niña y yo estaremos bien, somos de hierro". Y él se fue al desierto, al oriente de Pasadena, y le pidió a Dios que le mandara una señal, y no comió y no bebió ni una sola gota de Coca-Cola durante toda una semana -déjenme repetirles: toda una semana-, y Dios, mientras mi mami, que tenía jugosos labios de fuego, por ser descendiente de latinos, conseguía su primer y último papel en una película porno. ¿Y quieren que les diga una cosa? No, no me avergüenzo. Es más: estoy orgullosa. Estoy segura de que sus madres, si se vieran en la misma situación, y fueran famosas por sus bocas, no lo dudarían ni un instante.

veces, cuando estamos tristes, ponemos esa película. Se llama One, Two, Three: I Blow But I Can't See, y no es tan infame como suena. Cuenta la historia de una monja ciega que se ve obligada a mantener relaciones sexuales con la gente de la parroquia para reunir el dinero que se necesita para construir un nuevo parque en su barrio. Sí, no nos avergonzamos de esas película. Adelantamos ciertas partes, pero nos encanta ver a mamá haciendo caras. Y es, creo, porque todo tuvo un final feliz.

Michael, en el borde de la locura, en la mitad del desierto, tuvo una iluminación: yo era su obra de arte. Yo, a los cuatro años, tenía una cara de ángel y una voz que podía atravesar el océano Atlántico. En Hollywood necesitaban niñas actrices. Dios le estaba poniendo una prueba: él ya no era importante, iba a dedicarle el resto de su vida a su hija. A mí. La más linda. Quizás algún día, cuando yo fuera famosa, él podría filmar su guión. Quizás podría dirigirla. Tal vez podría convencer a Eddie Murphy y a Cindy Lauper de que la protagonizara. Bueno, Cindy pasó de moda como el copete de Alf, y como Alf, pero, si me preguntan, me parece una lástima. Era una buena cantante. Su pelo era el mejor.

Yo no sabía a dónde íbamos. Él me llevaba muy duro de la mano, como si fuera a escaparme, o a irme corriendo abajo, por la autopista, y yo sabía que íbamos de afán, como Abraham e Isaac, a cumplir una cita con alguien. Cuando llegamos a unas inmensas puertas de vidrio, que tal vez eran inmensas porque yo era muy chiquita, Michael se detuvo y me dijo que esta era mi oportunidad, que no podía desaprovecharla, que Dios le había ordenado que me trajera hasta ahí, hasta esas puertas, que las había visto en sus visiones, y que ahora todos dependían de mí. Era una audición. Mi primer casting. Tendría que haber estado nerviosa, pero no, me sentía perfecta. Como si fuera a jugar con James y Lola Sánchez, mis mejores amigos de ese tiempo.

Entré de su mano. Una señora de gafas de gato y pelo negro engominado me preguntó, como si no pudiera tener hijos, si venía para lo del comercial de M & M's. Yo miré a mi papá y al tiempo dijimos que sí. Ella nos hizo seguir a un cuartito, entre enjambres de mamás e hijas, y nos pidió que no nos pusiéramos nerviosos. Y le hicimos caso. Cuando me tocó pasar, me desenvolví como toda una profesional. Tenía que decir "no hay un sabor en el mundo como el de M & M's, ¿no les parece?", y lo dije como si me lo creyera por completo. Jacqueline Mars, que por ese entonces vivía pendiente hasta de esos pequeños detalles, quedó estupefacta cuando me oyó decir la línea que ella misma se había inventado. Me cogió la cara y me dijo: "vas a hacer algo, linda". ¿Saben que me pone furiosa? Que todavía insistan en que no me eligieron en el casting. Porque si no fue así, ¿entonces que hago aquí?

En unos meses, todo Hollywood quería conocerme. Jeffrey Katzenberg, entonces vinculado con la Walt Disney, me propuso filmar una nueva versión de Annie, la huerfanita, pero le dije lo que siempre he pensado: que esa historia es, más bien, una explotación de las emociones, y nunca se había insistido tanto en la idea de que el dinero trae la felicidad. James L. Brooks me ofreció, más tarde, el papel principal en una película musical, I'll do Anything, que iba a filmar con canciones de Prince y Carole King. Le dije que no porque sentí que el material, la aventura de un papá actor y su hijita actriz, me sonaba demasiado cercano a mi propia vida. Yo tenía cinco años, sí, pero sabía lo que hay que saber: que te ofrecerán el cielo y la tierra, y todos los tesoros del mundo, pero no debes mover un dedo si sientes que tu paz interior, la luz que te ilumina el corazón y el resto de tus órganos vitales, podría morir en el proceso.

Aparecí en comerciales de M & M's hasta los diez años. Y así mi cara se volvió una de las más conocidas del mundo. Faltaba, claro, que oyeran mi voz. Todos esos años, mi papi se había empeñado en enseñarme a bailar como mi mamá, en mostrarme la belleza de los poetas latinos -qué se yo: Santana, José Feliciano, el mismo Robbi Draco Rosa-, en descubrirme las posibilidades terapéuticas de la música. Fue entonces cuando dejé de ser Wendy Lee, y, realmente obsesionada con las canciones de Cat Stevens, pasé a convertirme en la que soy, en ésta, Lisa Lee. Participé en Camaleón: hoy eres famoso, pero bueno: eso ustedes lo recuerdan.

Salí ahí, al escenario lleno de minúsculas estrellas, y canté, como si me iluminaran desde arriba, lo juro, una canción que mis papás habían compuesto para mí hacía un par de años: I Know I Can Do It (Ben's Song) El público, que era todas esas caras debajo de las luces, me animaba como si la vida de un ejército en guerra dependiera de mí. Y yo sabía que ahí comenzaba todo, que esa, exactamente, era la visión que mi papá había tenido en el desierto. Ese día gané el concurso y recibí ofertas de Maverick, el sello de Madonna, a quien admiro profundamente por su persistencia y su valentía y su arrojo, y mi papi, que no es un fariseo ni nada de eso, les dijo que sí, que yo estaba lista para la fama. ¿Saben que me molesta? Que aún insistan en que yo no gané.

Pero bueno, ya lo sabemos: "por cada ángel hay cien mil demonios". Lo que importa de verdad es que ese día, en los camerinos, conocí a Miguel. Él había concursado imitando a Ricky Martin, y lo había hecho tan bien, con tanta precisión, que quedó de segundo y el propio Ricky Martin se tomó el trabajo de invitarlo a comer con él. No es cierto, como dijeron los diarios, que hayan mantenido relaciones sexuales esa noche. Miguel es, ante todo, un caballero. Y esa noche fue a comer hamburguesas conmigo. Yo soy testigo. Hablamos toda la noche de Dylan. Y no de Bob Dylan, ni de Dylan Thomas, como se ha hecho creer, sino de Dylan McKay. Creímos ver a Luke Perry, el actor, paseándose por el barrio chino.

Grabé mi primer disco, Time Passes But I Don't, un álbum de covers de canciones de Cat Stevens, Bette Midler, los Beatles, Lionel Ritchie y Jackson Browne, a los trece años y medio. Más o menos. En todo caso fue Platino, y todo, pero nadie imaginó lo que vendría. Por ese entonces, ante al asedio de los medios, que comenzaban a llamarme "una mini leyenda" o "una especie de niña genio", tuve que aclarar que era virgen y que Miguel y yo sólo haríamos el amor durante nuestra noche de bodas. "Les prometo que serán los primeros en saberlo", les dije. La gente todavía me recuerda esa frase. Hay quienes insisten en que yo no la dije, pero bueno, lo que importa es que yo estaba ahí cuando la dije. Yo soy testigo.

Pero decía que nadie imaginó lo que vendría. Fui invitada a programas de todo el mundo: fui jurado de Camaleón, tema central de Semejante a la vida, debate efervescente en La otra vida. Y, mientras tanto, mientras Michael y Penélope renacían de sus cenizas y me ayudaban día y noche a mejorar, bajo la mirada resplandeciente del Señor, comencé a ser el fenómeno que conocemos: compuse mis primeras canciones y organicé mis primeras coreografías. Eran un poco derivativas, sí, cogían un poco de Michael Jackson y reformaban un tanto a Paula Abdul, la de Opposites Attract, que podría ser la canción de nosotros, de Miguel y de mí, pero de todos modos eran mías y cuando completaron un álbum, el aplaudido I'm Not Just You, I'm Me, me dieron mi primer número uno en la Billboard. ¡A los quince años!

Ya era, creo, 1998. Aunque, como ustedes saben, soy una papa para las fechas. De un momento para otro, mi video de Welcome To My Lips, en el que aparecían Jennifer Connelly y Matt Damon, cuando eran chiquitos, aparecía en Mtv día y noche, y mi primer concierto en el Madison Square Garden, I'm Me: Totally Live!, era el más vendido en las grandes tiendas de discos. ¿Y quieren que les diga una cosa? Mis papás y yo jamás habíamos sido tan felices. Nos había tenido que separar, claro, porque ellos se habían quedado a vivir en Los Ángeles, y yo me la pasaba viajando, y muy pocas veces me quedaba en nuestra nueva casona en Beverly Hills, pero hablábamos casi todos los días. Y nos moríamos de la risa cuando veíamos nuestras fotos en la televisión.

Debo decir, también, que estos últimos tres años también he aprendido que allá afuera, escondidos en esa masa amable que me sigue, hay dos o tres aguafiestas, groseros y envidiosos, que se empeñan en hablar mal de todo el mundo. Con eso sí no contaba. Con la maldad de un par de periodistas, de esos que sienten que uno les debe la vida y no tienen su propia biografía, y con los comentarios fuera de sitio, sobre con quién me acosté para llegar acá y de quién soy pariente en Maverick, mi disquera, que muchos se empeñarían en sacar, con fotos mías, asoleándome sin mi bikini en la playa, en las primeras planas de The Sun y las más horrendas páginas web.

"Fuimos los primeros en saberlo", escribieron cuando supuestamente me tomaron un par fotos teniendo sexo con Miguel en una playa privada de Miami. Los periodistas me acosaron en el aeropuerto esa vez. ¿Qué tienes que decirle a los que te acusan de ser una versión pálida de Britney Spears?, ¿qué quieres decirle a tus fans?, ¿a todos esos a los que les habías prometido que te mantendrías virgen hasta la noche de bodas? "Que jamás me pondré piercings en el ombligo ni silicona en los pechos", dije, "y que la virginidad es un estado del alma". Con eso bastó. Eso fue suficiente.

Hubo episodios un poco más duros. Cuando me acusaron de haber plagiado Oh wee, I'm here to be y entramos, Marnie Kensit y yo, en esa pugna que se inventó la prensa, tuve que dedicarme, y por ese consejo estaré eternamente agradecida con Isaac Hanson, a hacer algunos cursos de meditación en el Centro Hindú de Los Ángeles. Fue una de las experiencias más enriquecedoras de toda mi vida. Supe, gracias a ese ejercicio, que todo lo de afuera no existe, que somos luz, y ya, y que fluimos al tiempo con el espacio y el tiempo, como si no fuéramos cuerpos en un escenario sino todos, juntos, animales, árboles y hombres, fotogramas del mundo que son observados por Dios.

Marnie y yo nos hicimos amigas. Grabamos un dúo y enfrentamos, juntas, las burlas de los cínicos. George Harrison, que le dio mucho a los Beatles y le entregó a la tierra el amor que tanto le hacía falta, se mostró resentido con nuestro éxito y aparte de decir que las dos éramos muy interesantes cuando se le bajaba el volumen al televisor, se empeñó en reírse porque jamás había visto una disputa tan tonta, una sobre quién había compuesto la peor canción de la historia. "Por lo menos lo mío era sobre la maravillosa He's So Fine", dijo con todo su sarcasmo: "si vamos a plagiar, plagiemos a Ravi Shankar". Eso dijo ese señor. No lo odio, le mando todo mi amor, pero la verdad por algo vive encerrado en esa casa llena de duendes.

Con mi tercer disco, She Walks Through the Valley Of Babes, que hasta hoy ha vendido diez millones de copias en el mundo, los padres de familia de San Antonio, Texas, se quejaron porque yo, una niña de diecisiete años, apareciera en lo que llamaron "posiciones insinuantes" con dos mujeres. Madonna, en cambio, salió en mi defensa: "me alegra profundamente que una mujer de su edad tenga la mente abierta", dijo. Quizás algún día grabemos un dúo juntas. Al fin y al cabo, pertenecemos a la misma casa disquera. Que es de ella. Y que me dio la oportunidad de escribir mi primera canción para una película, Save Yourself While You Can, de Amy Heckerling, a la que le puse todo mi alma. Por ella me nominaron a un premio Óscar.

No, no gané. Pero ya querrían ustedes ser nominados. Randy Newman, que compuso las canciones de Toy Story, se me acercó al final de la ceremonia y me dijo "acostúmbrate, chica: yo ya llevo trece derrotas". No, no se me insinuó. Pero sí, somos amigos. Y fuimos juntos a la fiesta que organizó Warner Brothers esa noche. Y nos fuimos después a su casa, con Steve y Ricky Martin, que no son parientes, ni nada, y hablamos de películas y de comida mexicana, de tacos y burritos y enchiladas, hasta las tres de la mañana. Eso fue todo. Yo soy testigo.

Sé que cada vez los rumores serán más dañinos y molestos, sé que muchas veces me sentiré acorralada y que querré escaparme a las montañas del Tíbet, pero tengo, de mi lado, a mi Dios y a mis padres, y así insistan en que yo no soy yo, en que estoy loca y me creo ella, en que Penélope y Michael están en una cárcel en California por robar un banco, en que mis padres verdaderos se llaman James y Wendy, en que desde el día en que perdí el casting para el comercial de M & M's he estado acosando a la pobre Lisa Lee, así insistan en que este no es mi camerino sino un hospital para personas con problemas, yo sabré que existo, que yo, dentro de mí, soy yo, y que Miguel me quiere. Por cada mil demonios, hay un ángel. Cualquiera lo sabe.

Hoy es 15 de diciembre del primer año del milenio. Estoy a punto de cumplir los dieciocho años. Voy a sacar mi nuevo disco, I Guess I Always Win, y mi nuevo concierto en vivo en HBO. Y he escrito esto para ustedes, mis fans, para que sientan que cuando entran a mi página de Internet están entrando en mi habitación. Esa es la idea. Que ustedes hagan parte de mi mundo, que no se queden por fuera, que, como lo han hecho todos los artistas, construyamos juntos este mundo. Que nos alegremos cuando Michael, por fin, filme su guión. Que estemos todo el tiempo juntos.

Así que ésta, hasta el momento, ha sido mi vida. Toda. Espero, de verdad, que les haya gustado. Besos y abrazos a todos. Los veré pronto.