Si Andrés viviera

 Si Andrés Escobar siguiera vivo, si no hubiera sido asesinado el 2 de julio de 1994 por haber cometido un autogol, al menos no habría muerto en vano. El país seguiría siendo una sola sombra larga, este mismo lugar arrinconado por la mafia en el que no somos capaces de pasar ninguna de las páginas, pero a él no lo habrían matado para nada: no habríamos sido testigos de lo poco que duró su duelo, de las pocas cosas que cambió su muerte, de lo poco que se ha hecho para que nunca se repita su tragedia. Su familia estaría completa. Sus amigos lo llamarían a un teléfono celular, que nunca tuvo, desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. Sus seguidores le escribirían al e-mail aescobar@une.net.co, que jamás imaginó que existiría, pidiéndole consejos de todos los sexos, las razas y las religiones. Y él, que apenas cumpliría 44 años, que llevaría unos quince de casado y más o menos ocho como director técnico del Atlético Nacional, estaría rogándole a Dios que su hijo mayor sólo se volviera futbolista si ese fuera su destino.

Puedo verlo si cierro los ojos: en un par de semanas va a estar haciendo las maletas para viajar a Sudáfrica a cubrir, en nombre de alguno de los canales de televisión que tenemos, la segunda copa del mundo a la que Colombia no ha clasificado desde que él se retiró.

Ha apoyado la designación de Francisco Maturana como supervisor técnico de nuestra selección. Y, en su columna especial para El Tiempo, ha estado defendiendo el nombramiento de Hernán Darío “el Bolillo” Gómez como director técnico de Colombia con frases como “que jamás perdamos el respeto por los hombres que han hecho tanto por nuestro país”, “recuerden que en el mundial de Francia llegamos a cuartos de final”, “no olviden que en 2002, en Corea o en Japón, jugamos el mejor fútbol que hemos jugado desde que me acuerdo”, “no olvidemos lo erráticos que hemos sido, por cuenta de la improvisación, en las últimas dos eliminatorias”, “pensemos siempre, primero que todo, que la razón de ser del fútbol es evitarnos a todos esa violencia en la que siempre estamos a punto de caer”.

Su padre, Darío, sigue con vida. Sus hermanos y sus cuñados y sus sobrinos se reúnen en su casa todos los fines de semana. Sus escuelas de fútbol son verdaderos paréntesis a la inclemencia de la vida. Y los colombianos no se han acabado de desmadrar, los hinchas reclaman los tiempos en que aún era posible formar un equipo porque el dinero no era lo único que importaba, el campeonato nacional ha tratado de estar por encima del torneo del Olaya, los comentaristas deportivos han hecho lo posible por no caer en retruécanos de última hora, las barras bravas se han arrepentido un par de veces de esas sangrientas batallas que se inventan para defender un país que no existe, los jugadores gloriosos de los años noventa se han negado a aparecer en esos reality shows en los que las celebridades hacen lo mejor que pueden para sobrevivir a una isla, porque a todos les da vergüenza obrar mal enfrente de Andrés Escobar.

Que, créanlo o no, estuvo a punto de ser acribillado en un parqueadero por haber hecho un autogol en el campeonato mundial de fútbol de Estados Unidos. Pero que, como no podía ser, como a nadie lo matan por eso, se salvó por poco de morir a manos de cobardes. Si uno lo piensa un momento, si le dedica el entretiempo a hacer las conjeturas del caso, su muerte no habría servido para nada: si lo hubieran matado, la gente habría hecho lo posible para no aceptar su culpa.